Época: II Guerra Mundial
Inicio: Año 1939
Fin: Año 1945

Antecedente:
La vida en guerra



Comentario

El estallido de la guerra había sido en cierto modo visto como un presagio por la propia creatividad cultural. Si tomamos tan sólo el campo de la pintura, no ya sólo en el caso Guernica de Picasso sino también en la obra de Kokoschka, Magritte, Grosz, Max Ernst o Dalí había sobradas premoniciones de una tragedia inminente. La guerra supuso un momento cardinal en la Historia de la cultura universal, como punto final de una época y de partida para otra. No engendró quizá una literatura pacifista de la envergadura de la que se hizo después de 1914-1918, pero no cabe la menor duda de que después de 1945 el panorama cultural cambió de forma decisiva. Se puede decir, además, que la experiencia humana y creativa durante este período bélico tuvo facetas muy distintas de aquellas que habían caracterizado al anterior.
La principal de ellas fue la del colaboracionismo que, durante la anterior guerra, había sido una realidad poco menos que inexistente, mientras que ahora las victorias alemanas y la propia condición de la guerra como conflicto interno en el interior de los países beligerantes lo propició, en especial después de la derrota de Francia en 1940. París, en efecto, seguía siendo la capital intelectual del mundo. Con las perspectiva del tiempo transcurrido, llama la atención hasta qué punto vivió con relativa normalidad la ocupación por parte de los momentáneos vencedores. Éstos supieron poner en práctica una especie de control limitado o liberalismo vigilado que establecía unas normas no sólo mucho más tolerantes que las de la propia Alemania sino también que la misma zona de Vichy, en teoría autónoma. En el origen de todo ello hubo una manifiesta voluntad política destinada a librarse de complicaciones. Incluso puede añadirse que los ocupantes actuaron con cierto cinismo pues, lejos de mantener la tesis del "arte degenerado" que condenaba al repudio a la vanguardia, Goering se dedicó al saqueo de las colecciones públicas y privadas francesas de impresionistas y posimpresionistas.

Por inesperado que pudiera resultar, no cabe la menor duda de que se puede hablar de la existencia de un amplio colaboracionismo en el terreno intelectual que tuvo, además, representantes eximios. En realidad, de los miembros de la Academia francesa tan sólo el católico François Mauriac colaboró con la Resistencia. Una actitud muy característica fue, por ejemplo, la de un Paul Claudel que después del desastre alabó a Pétain, a quien presentó como "un anciano que se ocupa de todo y habla como un padre". No fue el único dispuesto a adoptar este género de actitud. El embajador alemán en París montó una red de instituciones y actividades culturales en las que participaron personajes de primera importancia.

Además, era relativamente tolerante frente a la Francia de Vichy, donde, por ejemplo, incluso el Tartufo de Molière fue prohibido. Una revista editada en París durante la ocupación alemana, Comoedia, contó con colaboraciones de alguna futura gran figura de la literatura francesa, como Sartre. Cuando en 1942 los alemanes decidieron invitar a un grupo de artistas a visitar Alemania consiguieron que fueran allí algunos muy conocidos como Despiau y Dunoyer de Segonzac e incluso otros que habían tenido un papel muy importante en la vanguardia de otros tiempos como Dérain, Van Dongen y Vlaminck. Cuando Goering visitó París, a fines de 1941, Paul Morand, Sacha Guitry y Henri de Montherlant acudieron a las recepciones oficiales y, en el verano siguiente, la visita de Arno Breker, el escultor favorito de Hitler, congregó a gran parte del mundo intelectual parisino.

Sin embargo, los más entusiastas entre los colaboracionistas fueron escritores o pintores jóvenes, algunos poco conocidos y otros cuyo mérito sólo se ha podido apreciar con el transcurso del tiempo. El colaboracionismo propició, por ejemplo, exposiciones como la titulada Jóvenes artistas de tradición francesa. Entre los jóvenes escritores pronazis en Francia los más relevantes fueron Céline, Brasillach y Drieu la Rochelle. El penúltimo fue ejecutado y el último se suicidó tras la victoria aliada. Otros artistas y literatos fueron objeto, en 1945, de determinadas sanciones, en general suaves, como la prohibición de exponer o de publicar. El director cinematográfico Clouzot, por ejemplo, no pudo filmar durante un par de años.

Hubo también un área muy amplia de personas indiferentes, poco comprometidas con la Resistencia o que se adaptaron a la situación. En literatura, por ejemplo, el decadentismo del italiano Moravia puede identificarse con la primera postura citada. Cocteau escribió, en la intimidad de su diario, que Francia tenía la obligación de "mostrarse insolente" respecto de los ocupantes, pero también se declaró "compatriota" -en lo estético- de Arno Breker. En otros casos la actitud debe ser matizada. La permanencia del propio Picasso en París fue producto de la inercia, aunque no debió sentir ninguna atracción por los autores del bombardeo de Guernica. Le preocuparon mucho más, durante la ocupación alemana, motivos de carácter personal, como la muerte de su amigo el escultor Julio González. Sólo cuando se produjo el desembarco aliado, en junio de 1944, empezó a aparecer en su pintura una cierta visión esperanzada y crítica al mismo tiempo, que revela en este momento su alineamiento con la Resistencia.

El propio Sartre pudo estrenar en el París ocupado -Huis Clos, Las moscas...- y sólo se convirtió en beligerante contra el nazismo a partir de 1944, posición que caracterizó a muchos otros intelectuales como el propio Malraux, tan comprometido durante la Guerra Civil española. Esta afirmación vale sobre todo para aquellos intelectuales o escritores menos vinculados con la política. Los que tenían un mayor y más directo interés en ella, aun habiendo pasado por algún momento de aproximación al régimen de Pétain, pronto se decepcionaron. La crítica al funcionamiento de la democracia francesa, el ansia de reforma social y el comunitarismo hicieron que se pensara en que el pétainismo podía tener el efecto de una regeneración moral. Nació así la escuela de cuadros políticos de Uriage, en la que participó Mounier y de la que luego saldrían algunas de las más señeras figuras de la intelectualidad y la política francesas de la posguerra. La mayor parte de las grandes casas editoriales se adaptó a las circunstancias sin excesivos problemas, algunas de ellas debido a su original significación derechista.

Pero hubo también posiciones de escritores y de artistas que testimoniaron una temprana disidencia. Albert Camus, por ejemplo, publicó en 1942 L'étranger que quizá pudiera ser descrito como el testimonio del vacío provocado por la desaparición de los valores de la Francia republicana y vio cómo su ensayo El mito de Sísifo era censurado por tener un capítulo dedicado a Kafka. Fueron determinadas estéticas como el surrealismo y la condición judía las destinatarias de una persecución más directa inmediata y decidida por parte de los nazis.

De cualquier modo, en 1945 las pautas de la creatividad cultural experimentaron una muy significativa modificación. Durante el período bélico el impacto de la guerra se había podido percibir en la obra de algunos de los creadores más brillantes. El patriotismo democrático de Orwell representa muy bien el espíritu de la resistencia británica y los dibujos de Henry Moore nos ponen en contacto con patéticos seres humanos protegidos del bombardeo alemán en el metro londinense. El norteamericano Norman Mailer acabaría reeditando, tras el conflicto, en Los desnudos y los muertos el aliento de la literatura pacifista. Pero si, volviendo a la pintura, Dalí eligió como tema de algunos de sus cuadros el impacto de la mortandad bélica, en cambio, Miró pareció dar por liquidado su compromiso y su obra eligió una senda mística, como la de quien se aísla para dar una solución a problemas tan sólo formales y alejarse de la trágica realidad del presente.

Pero la paz demostró que, como escribió el italiano Cesare Pavese, la guerra intensifica la experiencia de la vida, de modo tal que es imposible volver al punto de partida. La obra pictórica de los pintores Dubuffet y Fautrier, matérica e inspirada en los "graffiti" urbanos, nos pone en contacto con el dramatismo de la lucha en la resistencia o de los campos de concentración. Incluso resulta perceptible un muy claro impacto de la guerra en los intelectuales alemanes. Ernest Jünger había exaltado la civilización militarista y aristocrática, pero ahora en sus diarios resultó bien patente un deslizamiento hacia los juicios morales y estéticos incompatibles con el nazismo. Idéntica preocupación ética aparece en Karl Jaspers o en Bonhoeffer. En la narrativa de Heinrich Böll encontramos la exacta contrafigura del supuesto heroísmo nazi. Idéntico moralismo, como eje de la creación literaria, resulta muy perceptible en Albert Camus, defensor apasionado de unos valores humanos sin los cuales la vida no merece siquiera ser vivida.

Apasionado de los valores solidarios nacidos en la Resistencia, Camus -como Mauriac- acabó por considerar detestable la depuración de la posguerra. Pero hubo otros que la defendieron a ultranza tras haber sido menos beligerantes en favor de la Resistencia en los peores momentos. Lo característico del existencialismo de Sartre, en términos políticos, fue su dependencia de los comunistas, fenómeno intelectual que no sólo se dio en Francia sino también en Italia (en este caso con la colaboración de antiguos fascistas, como Vittorini). Tal tendencia hubo de prolongarse hasta fines de los sesenta. Una situación tal no se entiende sino como consecuencia del deseo de dotar al sistema político democrático de nuevos contenidos de fondo. En el mundo anglosajón, el rumbo seguido fue distinto: si hubo un liberalismo de izquierdas, personificado por Bertrand Russell, también en los años de la posguerra se pudo percibir una fuerte crítica al estatismo totalitario, principalmente gracias a la recepción del pensamiento liberal de la Escuela de Viena (Popper, Hayek...).

En este epígrafe, se debe hacer mención también del papel que le correspondió a la Iglesia católica a lo largo del conflicto bélico. A este respecto, hay que desglosar la actuación del Vaticano en el seno de las relaciones internacionales del momento y la relevancia que para el pensamiento católico tuvo la experiencia de la guerra.

Pío XI había sido considerado como un Papa proclive al fascismo hasta que sus conflictos con Mussolini degeneraron en un duro enfrentamiento. Su sucesor, el cardenal Pacelli, había experimentado por sí mismo, como nuncio en Alemania, los graves peligros que el nazismo planteaba al mundo católico. Su elección en el cónclave de 1939 fue considerada como un triunfo de una tendencia más bien inclinada hacia las potencias democráticas y se consideró que esta interpretación resultaba ratificada por el hecho de que el nuevo responsable de la diplomacia vaticana, el cardenal Maglione, había sido nuncio en París. Refinado y sutil pero indeciso y nada proclive a expresar posturas taxativas, el carácter de Pío XII contribuye a explicar que, en ocasiones, su postura ante la guerra haya sido sometida a controvertidas interpretaciones.

En los meses que precedieron al inicio del conflicto, el Papa hizo repetidas propuestas para evitarlo. Cuando faltaban tan sólo escasas semanas para que estallara, se apresuró a afirmar que "todo puede perderse con la guerra". Luego asumió la defensa de los intereses del catolicismo polaco, sometido a una gravísima prueba a lo largo de la guerra. Hasta mayo de 1940, la posición de L´Osservatore Romano resultó bastante independiente respecto al Eje. El Papa condenó la invasión de países neutrales e hizo todo lo posible por evitar la entrada en la guerra de Italia. En abril de 1940 llegó a escribir a Mussolini señalando los peligros que podía suponer la entrada en el conflicto. El Duce le respondió que la doctrina tradicional católica consideraba positiva la paz tanto como la justicia en las relaciones internacionales.

Los principales reproches a la posición del Papa derivan de su actitud a partir del momento en que el Eje logró sus principales victorias en Europa y se refieren a la supuesta negativa del Vaticano a asumir la defensa de los judíos frente a la persecución y exterminio practicados por los nazis. Se ha de tener en cuenta, sin embargo, que en ese momento todavía se ignoraba la realidad del Holocausto, incluso por parte de los propios aliados. Una intervención pública de Pío XII, realizada en diciembre de 1942, condenó de forma genérica a los que perseguían, incluso hasta la desaparición física, a sectores de la población por tan sólo su procedencia étnica o por su origen; pero realmente pudo parecer algo tibio, por estar basada en rumores más que en noticias firmes.

El Vaticano juzgó en estos momentos que le estaba vedada cualquier gestión diplomática y que, además, si era entendida como una protesta aumentaría el rigor de la persecución contra los católicos. Los mensajes del Papado, aunque dotados de calidad, pecaron de imprecisión y de exceso de tono retórico. El argumento empleado por alguno de los miembros de la jerarquía eclesiástica consistió en afirmar a posteriori que también había sido posible realizar una misión evangelizadora en tiempos de los bárbaros. Eso habría intentado el Papado en estos momentos.

Al mismo tiempo, el Vaticano, durante los años centrales de la guerra, fue un punto de apoyo importante en los intentos de Roosevelt por evitar la ampliación del Eje e incluso, a comienzos de 1940, se convirtió en el cauce de una conspiración de los disidentes alemanes para lograr la marginación de Hitler. Luego, cuando las operaciones bélicas fueron menos propicias para el Eje -a partir de 1943- el Papa fue considerado como el camino más propicio para sacar a Italia de la guerra. En el verano de este año, se planteó la posibilidad de que Pío XII abandonara Roma y se estableciera en una gran potencia católica neutral. No fue una posibilidad inmediata, pero Hitler llegó a meditar la posibilidad de proceder a su detención. De todos modos, la posición del pontífice siguió siendo de una extremada prudencia: cuando en el verano de 1944 murió el secretario de Estado no fue sustituido, como si se temiera que un nuevo nombramiento pudiera dar la sensación de inclinarse por alguno de los beligerantes.

Con posterioridad a la guerra, a Pío XII le sería reprochada tibieza en la defensa de los judíos. Como quiera que sea, el período bélico supuso un reto para el pensamiento católico en torno a cuestiones políticas y sociales que tuvo relevantes consecuencias con el transcurso del tiempo. El impacto de la guerra fue especialmente importante entre los intelectuales católicos que habían empezado a descubrir el valor cristiano de la democracia y que estaban ya alineados en contra del fascismo. El francés Jacques Maritain, emigrado al Nuevo Continente, descubrió el sentido más profundo de la experiencia democrática y de la economía social de mercado. Por su parte, Luigi Sturzo, el sacerdote italiano que había sido principal inspirador del Partido Popular, elaboró todo un pensamiento acerca de la moralización de las relaciones internacionales. Más complicado fue el caso de Emmanuel Mounier, uno de los intelectuales más críticos respecto al mundo de la Tercera República francesa, capaz, por tanto, de ser captado, en un principio, por los supuestos deseos de regeneración moral de Pétain. Luego, sin embargo, evolucionó en un sentido muy contrario a la colaboración y en la posguerra se sentiría atraído por una cierta convergencia con el comunismo y un antiamericanismo muy marcado. Dos actitudes que tuvieron importantes repercusiones políticas en los años posteriores a 1945.